San Juan Pablo II escribió en uno de sus más afamados documentos –la exhortación apostólica Familiaris Consortio– aquella frase que dice: familia, ¡sé lo que eres! Esta idea se ha repetido en muy diversos escenarios, aunque su contenido aún espera ser asimilado en toda su riqueza. No sin razón el Papa Francisco anunció recientemente el año dedicado a la familia, en el contexto del quinto aniversario de la publicación del documento pontificio, la Amoris Laetitia. A poco más de año de haber comenzado la pandemia que –afirman algunos– ha cambiado el mundo para siempre, me parece que ha llegado el momento de profundizar en lo que ES una familia verdadera, no en lo que aparenta ser o lo que sentimos que sea.
Independientemente las posturas tan contradictorias que podemos leer y escuchar en los diversos medios de comunicación sobre esta gran crisis –algunas pragmáticas, otras complotistas–, es evidente que, por primera vez en la historia contemporánea, los padres, las madres de familia y los hijos hemos vuelto al hogar. Pero, ¿en qué circunstancias? ¿Frente a qué retos? ¿Cuáles serán las principales dificultades?
Mirando hacia atrás, nos topamos con que varones, mujeres e hijos, con altos y bajos, errores y aciertos, han luchado a “capa y espada” para sacar adelante a la vida familiar. En efecto, la “célula básica de la sociedad” –como dirían los sociólogos– ha enfrentado y sufrido tremendamente en los últimos dos siglos: revoluciones industriales, dos guerras mundiales, revoluciones socialistas y sexuales, una “guerra fría”, y ahora una nueva revolución tecnológica.
A finales de los años 50 del siglo pasado, el mundo “resurgió de sus cenizas”, dando origen a los primeros peldaños de lo que sería una nueva etapa global, institucional y corporativa, en la que figuraron la unidad de las naciones soberanas y la noción de un nuevo mercado laboral (entre otras cosas). Los alcances de este proyecto parecían infinitos: un nuevo mundo en el que habrían de primar la igualdad y la libertad por encima de todo. Evidentemente, las consecuencias de tan grande ambición comenzaron a emerger a finales del siglo XX y comienzos del XXI.
Hoy, en la segunda década del siglo XXI, en medio de nuestros afanes por llegar a Marte, el “transhumanismo”, el bitcoin o el odio hacia Donald Trump, el mundo de los seres humanos cerró sus puertas frente a la gran amenaza del COVID-19. Para muchos, estamos viviendo la más grande mentira de la historia médica y clínica. Para otros, los habitantes del mundo de los seres humanos hemos sido forzados a encerrarnos en casa: varones, mujeres, infantes y ancianos por igual, con la esperanza de algún día formar parte de una “nueva normalidad”.
Por ahora, pocas son las fuentes confiables que clarifican la verdadera razón de este enclaustramiento. Muchos nos sentimos apabullados por tanto cambio y tanta información disponible que por momentos ilumina, pero también nubla. Mientras tanto, sin mayores preámbulos, encuentro mucha sabiduría en una frase muy feliz que escribió mi maestro Rafael Alvira: “la familia es el lugar al que se vuelve”. En efecto, hemos vuelto al hogar, quizás en circunstancias adversas, pero sabedores de que hemos de aprender a rescatar los “pedazos” de aquella obra de Dios que es la familia humana.
Me pregunto si, volviendo al hogar, quizás la familia volverá a ser lo que es, pues es el hogar el espacio habitual en donde una familia ES familia y no otra cosa. Sin ser ajenos a todas las crisis que tendremos que enfrentar desde esta “nueva normalidad”, hemos de recordar que estar en casa es estar frente a las personas que más nos importan. Para muchos, ha sido un auténtico reto a vencer, para otros, un gran regalo que aún no alcanzamos a dimensionar.
Cierto: todos volvemos al hogar abatidos, resignados, incluso “crucificados” por la vida misma, tanto en épocas de crisis como en épocas de bonanza. “Estar de vuelta”, en ese sentido implica haber viajado, haber ido a perdernos en la extravagancia. Viajar es maravilloso, conocer la novedad, aventurarse, arriesgarse, sobre todo cuando implica encontrarse con el prójimo. Como diría mi padre: “la cultura cuesta”… o como diría Manu Chao: “la vida es una tómbola”. Pero, todos sabemos intuitivamente (quizás) que sentirse agotado se remedia solamente cuando volvemos a nuestro hogar, en donde –ahora sí– hemos vuelto. Allí nos curarán o curaremos nuestras heridas y las de otros.
Esta verdad es evidente cuando la vida va bien, pero mucho más tajante cuando la vida va mal. Cuando alguien anda perdido –nos dice la parábola del hijo pródigo– es necesario que lo lleven a un lugar seguro en donde siempre lo están “esperando”. La vida siempre es crisis, aunque hay momentos en los que ésta se acentúa y nos hace volver al hogar con la “cola entre las patas”.
En este último año, imaginemos cuantos de nosotros hemos vuelto a casa sin nada que agregar a la alacena, despedidos de nuestro trabajo, o simplemente enfermos y débiles. Pero incluso en esos casos, recordemos que el hogar familiar es la gran trinchera a la cual acudimos para restablecernos y volver a la batalla, no importa que sea grande o pequeña, ni la casa ni la batalla. En efecto el hogar es un lugar paradójico: es más grande por dentro que por fuera.
Así lo afirmó el pensador inglés G. K. Chesterton, autor controversial con una agudeza de pensamiento envidiada por filósofos y teólogos. Me parece que su frase tiene mucho sentido. Cuando buscamos nuestro camino en Google Maps o en Waze y vemos casas, carreteras, centros comerciales, etc. podemos cometer el error de pensar que la realidad es genérica, abarcable, fácil de asimilar… o simplemente abstracta. Pero no: lo que pasa dentro de cada “espacio” de acción humana –en casa hogar– es más grande de lo que parece: es el universo.
En efecto, nuestra vida interior es infinita, pues sólo la puede abarcar Dios. Al hablar de los miembros activos de cada hogar, estamos hablando de la vida interior de cada uno de ellos, la cual es mucho más amplia y rica que toda su exterioridad. Me parece que, en ese sentido, a lo que nos incita Chesterton es a reflexionar sobre nuestra propia vida interior, y por ende familiar.
En estos tiempos pandémicos, será muy importante aceptar que la gente que habita nuestro hogar nos espera infinitamente, que no es lo mismo que esperen el infinito de mí, sino que siempre me quieren volver a ver. No habrá un sólo padre o madre de familia que no quiera ver eternamente a sus hijos, y del mismo modo todo hijo quisiera ver eternamente a sus padres. No habrá un sólo esposo que no quiera ver eternamente a su esposa… no habrá esposa que no quiera ver eternamente a su esposo… Amar implica eternidad.
En esta pandemia, el hogar familiar ha cambiado, quizás para siempre. Muchos pensarán que repentinamente se ha convertido en escuela, oficina, gimnasio, oratorio, restaurante, club social, hospital, estadio entre otras cosas. En realidad, el hogar siempre ha sido todo esto y más, pero ahora la tecnología simplemente ha maximizado el espíritu de totalidad que ya teníamos.
¿Volverá nuestra vida a ser como era antes de febrero del 2020? Hasta el momento, aún no he desarrollado la habilidad de ver o predecir el futuro (como al parecer ya lo ha hecho Bill Gates). Me limito a afirmar que, a diferencia de lo que se pueda pensar, el hogar siempre ha sido un lugar más “amplio” de lo aparente: un lugar sostenido por múltiples funciones y con poco espacio para la especialización.
Hasta hace pocas décadas, las familias se esmeraban día con día en sacar adelante sus hogares en primer lugar, y por ende la comunidad, la sociedad y el mundo. Para muchos, esta dinámica es símbolo de retraso, oscuridad o decadencia. Para otros, nos recuerda aquella etapa de nuestra infancia en la que la familia extensa, la cuadrilla y el vecindario tenía mucha fuerza.
La vida era muy simple, y no había tiempo para dar rienda suelta a todas nuestras apetencias. Los padres y las madres de familia, siendo poco letrados, era más sabios, pues tenían clara su historia, sus rituales, sus costumbres. Tenían claro lo que hacía falta para ser una buena persona, para la vida lograda (diría Alejandro Llano) sin ser unos especialistas en el pensamiento clásico, las bellas artes, o la ciencia moderna (todas ellas maravillosas, por cierto).
¡Claro que hay que crecer, saber más, llegar más lejos! Pero me parece que es mejor saber decir “hasta aquí”, abarcar poco, pero bien abarcado. Como decía San Josemaría, citando al poeta de Castilla Antonio Machado: “despacito y buena letra, que el hacer las cosas bien, importa más que el hacerlas”. Nuestros abuelos no fueron muy letrados, pero sabían que cuando un hijo se enferma hay que apapacharlo, no sólo darle medicinas… había que decirle con palabras y acciones que le queremos… no simplemente decirle que todo va a estar bien, que sea valiente, y luego nosotros a ocuparnos de lo nuestro.
Lamentablemente todo cambió con la revolución industrial en sus múltiples facetas. Aquí el varón se auto-exilió del hogar y, con el tiempo, la mujer lo siguió, dejando el hogar a merced de la tempestad. Ahora el hogar no es hogar, sino hotel de entrada por salida, en donde todo mundo llega a la hora que le viene en gana y poco más… habrá mucha acción social, deseos que cambiar el mundo, pero –como diría Jordan Peterson– muchos “cuartos desordenados”.
Sin embargo, me parece que aún quedan cenizas de ese fuego luminoso que es el hogar familiar. Podremos no estar de acuerdo con esta tesis, pero puedo asegurar que gracias a la pandemia veremos que la vida doméstica tiene sus propios grados de maleabilidad. El más importante de éstos, sin duda, es que el hogar está diseñado para que cada uno de sus miembros se manifieste como ES.
Ahora, padres, madres e hijos (incluso ancianos), todos unos auténticos “especialistas” en cultura posmoderna, nos tendremos que ver las caras mucho más de lo que hasta ahora se consideraba normal. Me parece que esta dinámica nos dará frutos muy ricos, dignos de sesuda reflexión. Veremos en casa un auténtico desorden-ordenado, para al final del día estaremos todos juntos, y al día siguiente también, y el siguiente, y el siguiente (¿hasta el 2022?). Llegó el momento de demostrarnos a nosotros mismos que podemos estar juntos y ser felices… y esa felicidad será contagiosa.
Rafael Hurtado, PhD.
Departamento de Humanidades
Universidad Panamericana, Campus Guadalajara